El juicio al genocida pendía del unánime informe forense. Todos los psicólogos que habían examinado al “Canciller Negro” concluían que en él la enfermedad del olvido era fingimiento y opereta, un premeditado intento de trocar la dura prisión yugoslava por un sanatorio abierto a las idílicas laderas de Le Mont-sur-Lausanne.
Pero un jovencísimo neurólogo belga había observado cómo las ruinas magras y canosas del que fuese uno de los más terribles ejecutores del régimen balcánico se acercaron al espejo de la sala de interrogatorios y reconocieron a su anciano y desvalido padre en el bruñido cristal.
– ¡Tata! ¡Tata! ¡Tata!
Detrás, el interpelado “papá” tenía ahora la misión de convencer al resto de especialistas.